Hay allá, en las orillas de la laguna de la
Quinta, un sauce melancólico que moja de
continuo su cabellera verde, en el agua que
refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese
en su fondo un país encantado.
Al viejo sauce llegan aparejados los pája-
ros y los amantes. Allí es donde escuché una
tarde, cuando del sol quedaba apenas en el
cielo un tinte violeta que se esfumaba por
ondas, y sobre el gran Andes nevado un de-
creciente color de rosa que era como una
tímida caricia de la luz enamorada, un rumor
de besos cerca del tronco agobiado y un ale-
teo en la cumbre.
Estaban los dos, la amada y el amado, en
un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al
frente, se extendía la laguna tranquila, con su
puente enarcado y los árboles temblorosos de
la ribera; y más allá se alzaba entre el verdor
de las hojas la fachada del palacio de la Ex-
posición, con sus cóndores de bronce en acti-
tud de volar.
La dama era hermosa, él un gentil mucha-
cho, que le acariciaba con los dedos y los
labios, los cabellos negros y las manos gráci-
les de ninfa.
Y sobre las dos almas ardientes y sobre los
dos cuerpos juntos, cuchicheaban en lengua
Quinta, un sauce melancólico que moja de
continuo su cabellera verde, en el agua que
refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese
en su fondo un país encantado.
Al viejo sauce llegan aparejados los pája-
ros y los amantes. Allí es donde escuché una
tarde, cuando del sol quedaba apenas en el
cielo un tinte violeta que se esfumaba por
ondas, y sobre el gran Andes nevado un de-
creciente color de rosa que era como una
tímida caricia de la luz enamorada, un rumor
de besos cerca del tronco agobiado y un ale-
teo en la cumbre.
Estaban los dos, la amada y el amado, en
un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al
frente, se extendía la laguna tranquila, con su
puente enarcado y los árboles temblorosos de
la ribera; y más allá se alzaba entre el verdor
de las hojas la fachada del palacio de la Ex-
posición, con sus cóndores de bronce en acti-
tud de volar.
La dama era hermosa, él un gentil mucha-
cho, que le acariciaba con los dedos y los
labios, los cabellos negros y las manos gráci-
les de ninfa.
Y sobre las dos almas ardientes y sobre los
dos cuerpos juntos, cuchicheaban en lengua
rítmica y alada las dos aves. Y arriba el cielo
con su inmensidad y con su fiesta de nubes,
plumas de oro, alas de fuego, vellones de
púrpura, fondos azules, flordelisados de ópa-
lo, derramaba la magnificiencia de su pompa,
la soberbia de su grandeza augusta.
Bajo las aguas se agitaban como en un
remolino de sangre viva los peces veloces de
aletas doradas.
Al resplandor crepuscular, todo el paisaje
se veía como envuelto en una polvareda de
sol tamizado, y eran el alma del cuadro aque-
llos dos amantes, él moreno, gallardo, vigo-
roso, con una barba fina y sedosa, de esas
que gustan de tocar las mujeres; ella rubia, -
¡un verso de Goethe!- vestida con un traje
gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca,
como su boca roja que pedía el beso.
con su inmensidad y con su fiesta de nubes,
plumas de oro, alas de fuego, vellones de
púrpura, fondos azules, flordelisados de ópa-
lo, derramaba la magnificiencia de su pompa,
la soberbia de su grandeza augusta.
Bajo las aguas se agitaban como en un
remolino de sangre viva los peces veloces de
aletas doradas.
Al resplandor crepuscular, todo el paisaje
se veía como envuelto en una polvareda de
sol tamizado, y eran el alma del cuadro aque-
llos dos amantes, él moreno, gallardo, vigo-
roso, con una barba fina y sedosa, de esas
que gustan de tocar las mujeres; ella rubia, -
¡un verso de Goethe!- vestida con un traje
gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca,
como su boca roja que pedía el beso.
Rubén Darío
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