Vibraba el órgano con sus voces trémulas,
vibraba acompañando la antífona, llenando la
nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardí-
an goteando sus lágrimas de cera entre la
nube de incienso que inundaba los ámbitos
del templo con su aroma sagrado; y allá en el
altar el sacerdote, todo resplandeciente de
oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería,
bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al
lado de un ángulo de sombra. Había una mu-
jer que oraba. Vestida de negro, envuelta en
un manto, su rostro se destacaba severo,
sublime, teniendo por fondo la vaga oscuri-
dad de un confesionario. Era una bella faz de
ángel, con la plegaria en los ojos y en los
labios. Había en su frente una palidez de flor
de lis; y en la negrura de su manto resalta-
ban juntas, pequeñas, las manos blancas y
adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a
cada momento aumentaba lo oscuro del fon-
do, y entonces como por un ofuscamiento,
me parecía ver aquella faz iluminarse con una
luz blanca y misteriosa, como la que debe de
haber en la región de los coros prosternados
y de los querubines ardientes; luz alba, polvo
nube de incienso que inundaba los ámbitos
del templo con su aroma sagrado; y allá en el
altar el sacerdote, todo resplandeciente de
oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería,
bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al
lado de un ángulo de sombra. Había una mu-
jer que oraba. Vestida de negro, envuelta en
un manto, su rostro se destacaba severo,
sublime, teniendo por fondo la vaga oscuri-
dad de un confesionario. Era una bella faz de
ángel, con la plegaria en los ojos y en los
labios. Había en su frente una palidez de flor
de lis; y en la negrura de su manto resalta-
ban juntas, pequeñas, las manos blancas y
adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a
cada momento aumentaba lo oscuro del fon-
do, y entonces como por un ofuscamiento,
me parecía ver aquella faz iluminarse con una
luz blanca y misteriosa, como la que debe de
haber en la región de los coros prosternados
y de los querubines ardientes; luz alba, polvo
de nieve, claridad celeste, onda santa que
baña los ramos de lirio de los bienaventura-
dos.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta
ella en el manto y en la noche, en aquel rin-
cón de sombra, habría sido un tema admira-
ble para un estudio al carbón.
baña los ramos de lirio de los bienaventura-
dos.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta
ella en el manto y en la noche, en aquel rin-
cón de sombra, habría sido un tema admira-
ble para un estudio al carbón.
Rubén Darío
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