Primaveral

     
    Mes de rosas. Van mis rimas 
    en ronda, a la vasta selva, 
    y recoger miel y aromas 
    en las flores entreabiertas. 
    Amada, ven. El gran bosque  
    es nuestro templo: allí ondea 
    y flota un santo perfume 
    de amor. El pájaro vuela 
    de un árbol a otro y saluda 
    la frente rosada y bella  
    como a un alba; y las encinas  
    robustas, altas, soberbias, 
    cuando tú pasas agitan 
    sus hojas verdes y trémulas, 
    y enarcan sus ramas como  
    para que pase una reina. 
    ¡Oh amada mía! Es el dulce 
    tiempo de la primavera. 
    
     Mira: en tus ojos, los míos; 
    da al viento la cabellera,  
    y que bañe el sol ese oro 
    de luz salvaje y espléndida. 
    Dame que aprieten mis manos 
    las tuyas de rosa y seda, 
    y ríe, y muestra tus labios  
    su púrpura húmeda y fresca. 
    Yo voy a decirte rimas, 
    tú vas a escuchar risueña; 
    si acaso algún ruiseñor 
    viniese a posarse cerca,  
    y a contar alguna historia 
    de ninfas, rosas o estrellas, 
    tú no oirás notas ni trinos, 
    sino enamorada y regia, 
    escucharás mis canciones 
    fija en mis labios que tiemblan. 
    ¡Oh amada mía! Es el dulce 
    tiempo de la primavera. 
    
     Allá hay una clara fuente 
    que brota de una caverna,   
    donde se bañan desnudas 
    las blancas ninfas que juegan. 
    Ríen al son de la espuma, 
    hienden la linfa serena; 
    entre polvo cristalino
    esponjan sus cabelleras, 
    y saben himnos de amores 
    en hermosa lengua griega, 
    que en glorioso tiempo antiguo 
    pan inventó en las florestas. 
    Amada, pondré en mis rimas 
    la palabra más soberbia 
    de las frases de los versos 
    de los himnos de esa lengua; 
    y te diré esa palabra 
    empapada en miel hiblea… 
    ¡oh amada mía! en el dulce 
    tiempo de la primavera. 
   
    Van en sus grupos vibrantes 
    revolando las abejas
    como un áureo torbellino 
    que la blanca luz alegra, 
    y sobre el agua sonora 
    pasan radiantes, ligeras, 
    con sus alas cristalinas 
    las irisadas libélulas. 
    Oye: canta la cigarra 
    porque ama al sol, que en la selva 
    su polvo de oro tamiza 
    entre las hojas espesas. 
    Su aliento nos da en un soplo 
    fecundo la madre tierra, 
    con el alma de los cálices 
    y el aroma de las yerbas. 
    
    ¿Ves aquel nido? Hay un ave. 
    Son dos: el macho y la hembra. 
    Ella tiene el buche blanco, 
    él tiene las plumas negras. 
    En la garganta el gorjeo, 
    las alas blandas y trémulas; 
    y los picos que se chocan 
    como labios que se besan. 
    El nido es cántico. El ave 
    incuba el trino, ¡oh poetas! 
    De la lira universal 
    el ave pulsa una cuerda. 
    Bendito el calor sagrado 
    que hizo reventar las yemas, 
    ¡oh amada mía, ¡en el dulce 
    tiempo de la primavera! 
      
    Mi dulce musa Delicia 
    me trajo un ánfora griega 
    cincelada en alabastro, 
    de vino de Naxos llena; 
    y una hermosa copa de oro, 
    la base henchida de perlas, 
    para que bebiese el vino 
    que es propicio a los poetas. 
    En la ánfora está Diana, 
    real, orgullosa y esbelta,
    con su desnudez divina 
    y en su actitud cinegética. 
     Y en la copa luminosa 
    está Venus Citerea 
    tendida cerca de Adonis
    que sus caricias desdeña. 
    No quiero el vino de Naxos 
    ni el ánfora de ansas bellas, 
    ni la copa donde Cipria 
    al gallardo Adonis ruega.
    Quiero beber el amor 
    sólo en tu boca bermeja 
    ¡oh amada mía! en el dulce 
    tiempo de la primavera. 
Rubén Darío
 

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