Estival

    La tigre de Bengala, 
    con su lustrosa piel manchada a trechos, 
    está alegre y gentil, está de gala. 
    Salta de los repechos 
    de un ribazo, al tupido
    carrizal de un bambú; luego, a la roca 
    que se yergue a la entrada de su gruta. 
    Allí lanza un rugido, 
    se agita como loca 
    y eriza de placer su piel hirsuta.
    
    La fiera virgen ama. 
    Es el mes del ardor. Parece el suelo 
    rescoldo; y en el cielo 
    el sol, inmensa llama. 
    Por el ramaje oscuro 
    salta huyendo el kanguro. 
    El boa se infla, duerme, se calienta 
    a la tórrida lumbre; 
    el pájaro se sienta 
    a reposar sobre la verde cumbre. 
  
    Siéntense vahos de horno; 
    y la selva africana 
    en alas del bochorno, 
    laza, bajo el sereno 
    cielo, un soplo de sí. La tigre ufana   
    respira a pulmón lleno, 
    y al verse hermosa, altiva, soberana, 
    le late el corazón, se le hincha el seno. 
  
    Contempla su gran zarpa, en ella la uña 
    de marfil; luego toca 
    al filo de una roca, 
    y prueba, y lo rasguña. 
    Mírase luego el flanco 
    que azota con el rabo puntiagudo 
    de color negro y blanco,
    y móvil y felpudo; 
    luego el vientre. En seguida 
    abre las anchas fauces, altanera 
    como reina que exige vasallaje; 
    después husmea, busca, va. La fiera 
    exhala algo a manera 
    de un suspiro salvaje. 
    Un rugido callado 
    escuchó. Con presteza 
    volvió la vista de uno y otro lado.
    Y chispeó su ojo verde y dilatado, 
    cuando miró de un tigre la cabeza 
    surgir sobre la cima de un collado. 
    El tigre se acercaba. 
    
    Era muy bello. 
    Gigantesca la talla, el pelo fino, 
    apretado el hijar, robusto el cuello, 
    era un don Juan felino 
    en el bosque. Anda a trancos 
    callados; ve a la tigre inquieta, sola, 
    y le muestra los blancos 
    dientes, y luego arbola 
    con donaire la cola. 
    Al caminar se vía 
    su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.   
    Se miraban los músculos hinchados 
    debajo de la piel. Y se diría 
    ser aquella alimaña 
    un rudo gladiador de la montaña. 
    Los pelos erizados  
    del labio relamía. Cuando andaba, 
    con su peso chafaba 
    la yerba verde y muelle; 
    y el ruido de su aliento semejaba 
    el resollar de un fuelle. 
    Él es, él es el rey. Cetro de oro 
    no, sino la ancha garra 
    que se hinca recia en el testuz del toro 
    y las carnes desgarra. 
    La negra águila enorme, de pupilas
    de fuego y corvo pico relumbrante, 
    tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas 
   aguas el gran caimán; el elefante 
   la cañada y la estepa; 
   la víbora, los juncos por do trepa;
   y su caliente nido 
   del árbol suspendido, 
   el ave dulce y tierna 
   que ama la primer luz. 
   Él, la caverna. 
 
   No envidia al león la crin, ni al potro rudo 
   el casco, ni al membrado 
   hipopótamo el lomo corpulento, 
   quien bajo los ramajes del copudo 
   baobab, ruge al viento.  
   
   Así va el orgulloso, llega, halaga; 
   corresponde la tigre que le espera, 
   y con caricias las caricias paga 
   en su salvaje ardor, la carnicera. 
  
   Después, el misterioso
   tacto, las impulsivas 
   fuerzas que arrastran con poder pasmoso; 
   y ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso 
    bajo las vastas selvas primitivas. 
    No el de las musas de las blandas horas,

    suaves, expresivas, 
    en las rientes auroras 
    y las azules noches pensativas; 
    sino el que todo enciende, anima, exalta, 
    polen, savia, calor, nervio, corteza, 
    y en torrente de vida brota y salta 
    del seno de la gran naturaleza. 
   
    El príncipe de Gales, va de caza 
    por bosques y por cerros, 
    con su gran servidumbre, y con sus perros

    de la más fina raza. 

    Acallando el tropel de los vasallos, 
    deteniendo trahíllas y caballos, 
    con la mirada inquieta, 
    contempla a los dos tigre, de la gruta 
    a la entrada. Requiere la escopeta, 
    y avanza, y no se inmuta. 
    Las fieras se acarician. No han oído 
    tropel de cazadores. 
    A esos terribles seres,   
    embriagados de amores, 
    con cadenas de flores 
    se les hubiera uncido 
    a la nevada concha de Citeres 
    o al carro de Cupido.

    El príncipe atrevido 
    adelanta, se acerca, y se para; 
    ya apunta y cierra un ojo; ya dispara; 
    ya del arma el estruendo 
    por el espeso bosque ha resonado. 
    El tigre sale huyendo, 
    y la hembra queda, el vientre desgarrado. 
 
    ¡Oh, va a morir!… Poco antes, débil, yerta, 
    chorreando sangre por la herida abierta, 
    con ojo dolorido, 
    miró a aquel cazador; lanzó un gemido 
    como un ¡ay! de mujer… y cayó muerta. 
    Aquel macho que huyó, bravo y zahareño, 
    a los rayos ardiente 
    del sol, en su cubil después dormía.
    Entonces tuvo un sueño: 
    que enterraba las garras y los dientes 
    en vientres sonrosados 
    y pechos de mujer; y que engullía 
    por postres delicados 
    de comidas y cenas, 
    -como tigre goloso entre golosos- 
    unas cuantas docenas 
    de niños tiernos, rubios y sabrosos. 
 
Rubén Darío
    

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