Palomas Blancas y Garzas Morenas

    Mi prima Inés era rubia como una alema-
na. Fuimos criados juntos, desde muy niños,
en casa de la buena abuelita que nos amaba 
mucho y nos hacía vernos como hermanos,
vijilándonos cuidadosamente, viendo que no
riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus
trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos
y recogidos como una vieja marquesa de
Boucher!

    Inés era un poco mayor que yo. No obs-
tante, yo aprendí a leer antes que ella; y
comprendía -lo recuerdo muy bien- lo que
ella recitaba de memoria, maquinalmente, en
una pastorela, donde bailaba y cantaba de-
lante del niño Jesús, la hermosa María y el
señor San José; todo con el gozo de las sen-
cillas personas mayores de la familia, que
reían con risa de miel, alabando el talento de
la actrizuela.

    Inés crecía. Yo también, pero no tanto co-
mo ella. Yo debía entrar a un colegio, en in-
ternado terrible y triste, a dedicarme a los
áridos estudios del bachillerato, a comer los
platos clásicos de los estudiantes, a no ver el
mundo -¡mi mundo e mozo!- y mi casa, mi
abuela, mi prima, mi gato, -un excelente ro-
mano que se restregaba cariñosamente en
mis piernas y me llenaba los trajes negros de
pelos blancos.

    Partí.

    Allá en el colegio mi adolescencia se des-
pertó por completo. Mi voz tomó timbres
aflautados y roncos; llegué al período ridículo
del niño que pasa a joven. Entonces, por un
fenómeno especial, en vez de preocuparme
de mi profesor de matemáticas, que no logró
nunca hacer que yo comprendiese el binomio
de Newton, pensé, -todavía vaga y misterio-
samente,- en mi prima Inés.

    Luego tuve revelaciones profundas. Supe
muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran
un placer exquisito. 

    Tiempo.

    Leí  Pablo y Virginia. Llegó un fin de año
escolar, y salí, en vacaciones, rápido como
una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!
     Mi prima, -pero, ¡Dios santo, en tan poco
tiempo!- se había hecho una mujer completa.
Yo delante de ella me hallaba como avergon-
zado, un tanto serio. Cuando me dirigía la
palabra, me ponía sonreírle con una sonrisa
simple.

    Ya tenía quince años y medio Inés. La ca-
bellera, dorada y luminosa al sol, era un teso-
ro. Blanca y levemente amapolada, su cara
era una creación murillesca, si veía de frente.
A veces, contemplando su perfil, pensaba en
una soberbia medalla siracusana, en un ros-
tro de princesa. El traje, corto antes, había 
descendido. El seno, firme y esponjado, era
un ensueño oculto y supremo; la voz clara y
vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca
llena de fragancia de vida y de color de púr-
pura. ¡Sana y virginal primavera!

    La abuelita me recibió con los brazos
abiertos. Inés se negó a abrazarme, me ten-
dió la mano. Después, no me atreví a invitar-
la a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y
qué!, ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo
amaba a mi prima!

    Inés, los domingos iba con la abuela a mi-
sa, muy de mañana.

    Mi dormitorio estaba vecino al de ellas.
Cuando cantaban los campanarios su sonora
llamada matinal, ya estaba yo despierto.

    Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por
la puerta entreabierta veía salir la pareja que
hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el
frufú de las polleras antiguas de mi abuela, y 
del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí
siempre revelador.

    ¡Oh, Eros!

 
    -Inés…

    ¿…?

    ¡Y estábamos solos, a la luz de una luna
argentina, dulce, una bella luna de aquellas
del país de Nicaragua!

    La dije todo lo que sentía, suplicante, bal-
buciente, echando las palabras, ya rápidas,
ya contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! se lo dije
todo: las agitaciones sordas y extrañas que
en mi experimentaba cerca de ellas, el amor,
el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis
ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones 
del colegio; y repetía como una oración sa-
grada la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella
debía recibir gozosa mi adoración. Crecería-
mos más. Seríamos marido y mujer…

    Esperé.

    La pálida claridad celeste nos iluminaba. El
ambiente nos llevaba perfumes tibios que a
mí se me imajinaban propios para los fogosos
amores. Cabellos áureos, ojos paradisíaco,
labios encendidos y entreabiertos!

    De repente, y con un mohín:

    -¡Ve! la tontería…

    Y corrió, como una gata alegre adonde se
hallaba la buena abuela, rezando a la callada
sus rosarios y responsorios.

    Con risa descocada de educanda maliciosa,
con aire de locuela:
     -¡Eh, abuelita! me dijo…

    ¡Ellas, pues, ya sabían que yo debía «de-
cir!»

    Con su reír interrumpía el rezo de la ancia-
na que se quedó pensativa acariciando las
cuentas de su camándula. Y yo que todo lo
veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba
lágrimas amargas, ¡las primeras de mis des-
engaños de hombre!
 

    Los cambios fisiolójicos que en mí se suce-
dían, y las agitaciones de mi espíritu me
conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador,
un pequeño poeta como me creía, al comen-
zarme el bozo, sentía llenos de ilusiones la
cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi
cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuán-
do llegaría el momento soberano en que
alumbraría una celeste mirada el fondo de mi
ser, y aquel en que se rasgaría el velo del
enigma atrayente?

    Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jar-
dín, regando trigo, entre los arbustos y las
flores, a las que llamaba sus amigas: unas
palomas albas, arrulladoras, con sus buches
níveos y amorosamente musicales. Llevaba
un traje -siempre que con ella he soñado la
he visto con el mismo,- gris azulado, de an-
chas mangas, que dejaban ver casi por ente-
ro los satinados brazos alabastrinos, los cabe-
llos los tenía recogidos y húmedos, y el vello
alborotado de su nuca blanca y rosa, era para
mí como luz crespa. Las aves andaban a su
alrededor currucuqueando, e imprimían en el
suelo oscuro la estrella acarminada de sus
patas.

    Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ra-
majes de unos jasmineros. La devoraba con
los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite,
la prima gentil! Me vio trémulo, enrogecida la
faz, en mis ojos una llama viva y rara, y aca-
riciante, y se puso a reír cruelmente, terri-
blemente. ¡Y bien! ¡Oh!, aquello no era posi-
ble. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz,
formidable debía de estar, cuando ella retro-
cedió como asustada, un paso.

    -¡Te amo!

    Entonces tornó a reír. Una paloma voló a
uno de sus brazos. Ella la mimó dándole gra-
nos de trigo entre las perlas de su boca fresca
y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba
junto al suyo. Los cándidos animales nos ro-
deaban. Me turbaba el cerebro una onda invi-
sible y fuerte de aroma femenil. Se me anto-
jaba Inés una paloma hermosa y humana,
blanca y sublime; y al propio tiempo llena de
fuego, de ardor, un tesoro de dichas. No dije
más. La tomé la cabeza y la di un beso en
una mejilla, un beso rápido, quemante de
pasión furiosa. Ella un tanto enojada, salió en
fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el
vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre 
los arbustos temblorosos. Yo abrumado, que-
dé inmóvil. 

    Al poco tiempo partía a otra ciudad. La
paloma blanca y rubia no había, ¡ay! mostra-
do a mis ojos el soñado paraíso del misterioso
deleite.

 Musa ardiente y sacra para mi alma, el día
había de llegar! Elena, la graciosa, la alegre,
ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella
boca, que murmuró por primera vez cerca de
mí las inefables palabras!

    Era allá, en una ciudad que está a la orilla
de un lago de mi tierra, un lago encantador,
lleno de islas floridas, con pájaros de colores.
  
    Los dos solos estábamos cogidos de las
manos, sentados en el viejo muelle, debajo
del cual el agua glauca y oscura chapoteaba
musicalmente. Había un crepúsculo acaricia-
dor, de aquellos que son la delicia de los
enamorados tropicales. En el cielo opalino se
veía una diafanidad apacible que disminuía
hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro,
por la parte del oriente, y aumentaba convir-
tiéndose en oro sonrosado en el horizonte
profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y
desfallecientes los últimos rayos solares.
Arrastrada por el deseo, me miraba la adora-
da mía y nuestros ojos se decían cosas ardo-
rosas y extrañas. En el fondo de nuestras
almas cantaban un unísono embriagador co-
mo dos invisible y divinas filomelas.

    Yo extasiado veía a la mujer tierna y ar-
diente; con su cabellera castaña que acaricia-
ba con mis manos, su rostro color de canela y
rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo
y virginal, y oía su voz queda, muy queda, 
que me decía frases cariñosas, tan bajo, co-
mo que solo eran para mí, temerosa quizás
de que se las llevase el viento vespertino. Fija
en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de
minerva, ojos verdes, ojos que deben siem-
pre gustar a los poetas. Luego, erraban nues-
tras miradas por el lago, todavía lleno de va-
ga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un
gran grupo de garzas morenas de esas que
cuando el día caliente, llegan a las riberas a
espantar a los cocodrilos, que con las anchas
mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas
negras. ¡Bellas garzas! algunas ocultaban los
largos cuellos en la onda o bajo el ala, y se-
mejaban grandes manchas de flores vivas y
sonrosadas, móviles y apacibles. A veces una,
sobre una pata, se alisaba con el pico las
plumas, o permanecía inmóvil, escultural o
hieráticamente, o varias daban un corto vue-
lo, formando en el fondo de la ribera llena de
verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, co-
mo las bandadas de grullas de un parasol
chino.
 
    Me imaginaba junto a mi amada, que de
aquel país de la altura, me traerían las garzas
muchos versos desconocidos y soñadores.
Las garzas blancas las encontraba más puras
y más voluptuosas, con la pureza de la palo-
ma y la voluptuosidad del cisne, garridas con
sus cuellos reales, parecidos a los de las da-
mas inglesas que junto a los pajecillos rizados
se ven en aquel cuadro en que Shakespeare
recita en la corte de Londres. Sus alas, deli-
cadas y albas, hacen pensar en desfallecien-
tes sueños nupciales, todas, -bien dice un
poeta,- como cinceladas en jaspe.

    ¡Ah, pero las otras, tenían algo de más
encantador para mí! Mi Elena se me antojaba
como semejante a ellas, con su color de ca-
nela y de rosa, gallarda y gentil.

    Ya el sol desaparecía arrastrando toda su
púrpura opulenta del rey oriental. Yo había
halagado a la amada tiernamente con mis
juramentos y frases melifluas y cálidas, y
juntos seguíamos en un lánguido dúo de pa-
sión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos
amantes soñadores, consagrados mística-
mente uno a otro.

    De pronto, y como atraídos por una fuerza
secreta, en un momento inexplicable, nos
besamos en la boca, todos trémulos, con un
beso para mí sacratísimo y supremo: el pri-
mer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh,
Salomón, bíblico y real poeta! tú lo dijiste
como nadie: Mel et lac sub lingua tua!

    Aquel día no soñamos más. 

    ¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida gar-
za morena! Tú tienes en los recuerdos pro-
fundos que en mi alma forman lo más alto y
sublime, una luz inmortal.
 
    Porque tú me revelaste el secreto de las
delicias divinas, en el inefable primer instante
del amor!

Rubén Darío

No hay comentarios:

Publicar un comentario