Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lá-
piz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyen-
do de las agitaciones y turbulencias, de las
piz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyen-
do de las agitaciones y turbulencias, de las
máquinas y de los fardos, del ruido monótono
de los tranvías y el chocar de las herraduras
de los caballos con su repiqueteo de caracoles
sobre las piedras; de las carreras de los co-
rredores frente a la Bolsa, del tropel de los
comerciantes; del grito de los vendedores de
diarios; del incesante bullicio e inacabable
hervor de este puerto; en busca de impresio-
nes y de cuadros, subió al cerro Alegre que,
gallardo como una gran roca florecida, luce
sus flancos verdes, sus montículos coronados
de casas risueñas escalonadas en la altura,
rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas
de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de
flores, rejas vistosas y niños rubios de caras
angélicas.
Abajo estaban las techumbres de Valparaí-
so que hace transacciones, que anda a pie
como una ráfaga, que puebla los almacenes e
invade los bancos, que viste por la mañana
torno crema o plomizo, a cuadros, con som-
brero de paño, y por la noche bulle en la calle
del Cabo con lustroso sombrero de copa,
de los tranvías y el chocar de las herraduras
de los caballos con su repiqueteo de caracoles
sobre las piedras; de las carreras de los co-
rredores frente a la Bolsa, del tropel de los
comerciantes; del grito de los vendedores de
diarios; del incesante bullicio e inacabable
hervor de este puerto; en busca de impresio-
nes y de cuadros, subió al cerro Alegre que,
gallardo como una gran roca florecida, luce
sus flancos verdes, sus montículos coronados
de casas risueñas escalonadas en la altura,
rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas
de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de
flores, rejas vistosas y niños rubios de caras
angélicas.
Abajo estaban las techumbres de Valparaí-
so que hace transacciones, que anda a pie
como una ráfaga, que puebla los almacenes e
invade los bancos, que viste por la mañana
torno crema o plomizo, a cuadros, con som-
brero de paño, y por la noche bulle en la calle
del Cabo con lustroso sombrero de copa,
abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a
la luz que brota de las vidrieras, los lindos
rostros de las mujeres que pasan.
Más allá, el mar acerado, brumoso, los
barcos en grupo, el horizonte azul y lejano.
Arriba, entre opacidades, el sol.
Donde estaba el soñador empedernido,
casi en lo más alto del cerro, apenas si se
sentían los extremecimientos de abajo. Erra-
ba él a lo largo del Camino de Cintura e iba
pensando en idilios, con toda la augusta des-
fachatez de un poeta que fuera millonario.
Había allí aire fresco para sus pulmones,
casas sobre cumbres, como nidos al viento,
donde bien podía darse el gusto de colocar
parejas enamoradas, y tenía además, el in-
menso espacio azul, del cual, -él lo sabía per-
fectamente, los que hacen los salmos y los
himnos pueden disponer como les vengan en
antojo.
De pronto escuchó: -«¡Mary! ¡Mary!» Y él,
que andaba a caza de impresiones y en busca
de cuadros, volvió la vista
la luz que brota de las vidrieras, los lindos
rostros de las mujeres que pasan.
Más allá, el mar acerado, brumoso, los
barcos en grupo, el horizonte azul y lejano.
Arriba, entre opacidades, el sol.
Donde estaba el soñador empedernido,
casi en lo más alto del cerro, apenas si se
sentían los extremecimientos de abajo. Erra-
ba él a lo largo del Camino de Cintura e iba
pensando en idilios, con toda la augusta des-
fachatez de un poeta que fuera millonario.
Había allí aire fresco para sus pulmones,
casas sobre cumbres, como nidos al viento,
donde bien podía darse el gusto de colocar
parejas enamoradas, y tenía además, el in-
menso espacio azul, del cual, -él lo sabía per-
fectamente, los que hacen los salmos y los
himnos pueden disponer como les vengan en
antojo.
De pronto escuchó: -«¡Mary! ¡Mary!» Y él,
que andaba a caza de impresiones y en busca
de cuadros, volvió la vista
Rubén Darío
No hay comentarios:
Publicar un comentario