Había cerca un bello jardín, con más rosas
que azules y más violetas que rosas. Un bello
y pequeño jardín, con jarrones, pero sin esta-
tuas, con una pita blanca, pero sin surtidores,
cerca de una casita como hecha para un
cuento dulce y feliz.
En la pita un cisne chapuzaba revolviendo
el agua, sacudiendo las alas de un blancor de
nieve, enarcando el cuello en la forma del
brazo de una tira o del ansa de una ánfora, y
moviendo el pico húmedo y con tal lustre co-
mo si fuese labrado en una ágata de color de
rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de
una novela de Dickens, estaba una de esas
viejas inglesas, únicas, solas, clásicas. Con la
cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el
cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas,
más con color de manzana madura y salud
rica. Sobre la saya oscura, el delantal.
Llamaba:
-¡Mary!
El poeta vio llegar una joven de un rincón
del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no
quiso tener tiempo sino para meditar en que
son adorables los cabellos dorados, cuando
flotan sobre las nucas marmóreas, y en que
hay rostros que valen bien por un alba.
Luego, todo era delicioso. Aquellos quince
años entre las rosas: -quince años, sí, los
rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de
una novela de Dickens, estaba una de esas
viejas inglesas, únicas, solas, clásicas. Con la
cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el
cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas,
más con color de manzana madura y salud
rica. Sobre la saya oscura, el delantal.
Llamaba:
-¡Mary!
El poeta vio llegar una joven de un rincón
del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no
quiso tener tiempo sino para meditar en que
son adorables los cabellos dorados, cuando
flotan sobre las nucas marmóreas, y en que
hay rostros que valen bien por un alba.
Luego, todo era delicioso. Aquellos quince
años entre las rosas: -quince años, sí, los
estaban pregonando unas pupilas serenas de
niña, un seno apenas erguido, una frescura
primaveral, y una falda hasta el tobillo que
dejaba ver el comienzo turbador de una me-
dia de color carne;- aquellos rosales temblo-
rosos que hacían ondular sus arcos verdes,
aquellos, durazneros con sus ramilletes ale-
gres donde se detenían al paso las mariposas
errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas
de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en
la ancha taza, esponjando el alabastro de sus
plumas, y zabulléndose entre espumajeos y
burbujas, con voluptuosidad, en la transpa-
rencia del agua; la casita limpia, pintada,
apacible, de donde emergía como una onda
de felicidad; y en la puerta la anciana, un
invierno, en medio de toda aquella vida, cer-
ca de Mary, una virginidad en flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de
cuadros, estaba allí con la satisfacción de un
goloso que paladea cosas esquisitas.
Y la anciana y la joven:
niña, un seno apenas erguido, una frescura
primaveral, y una falda hasta el tobillo que
dejaba ver el comienzo turbador de una me-
dia de color carne;- aquellos rosales temblo-
rosos que hacían ondular sus arcos verdes,
aquellos, durazneros con sus ramilletes ale-
gres donde se detenían al paso las mariposas
errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas
de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en
la ancha taza, esponjando el alabastro de sus
plumas, y zabulléndose entre espumajeos y
burbujas, con voluptuosidad, en la transpa-
rencia del agua; la casita limpia, pintada,
apacible, de donde emergía como una onda
de felicidad; y en la puerta la anciana, un
invierno, en medio de toda aquella vida, cer-
ca de Mary, una virginidad en flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de
cuadros, estaba allí con la satisfacción de un
goloso que paladea cosas esquisitas.
Y la anciana y la joven:
-¿Qué traes?
-Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris
hechos trizas, que revolvía con una de sus
manos gráciles de ninfa, mientras sonriendo
su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en
redondo dejaban ver un color de lapizlázuli y
una humedad radiosa.
El poeta siguió adelante.
-Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris
hechos trizas, que revolvía con una de sus
manos gráciles de ninfa, mientras sonriendo
su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en
redondo dejaban ver un color de lapizlázuli y
una humedad radiosa.
El poeta siguió adelante.
Rubén Darío
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