A poco andar se detuvo.
El sol había roto el velo opaco de las nubes
y bañaba de claridad áurea y perlada un re-
codo de camino. Allí unos cuantos sauces
inclinaban sus cabelleras hasta rozar el cés-
ped. En el fondo se divisaban altos barrancos
y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos
brillantes como vidrios. Bajo los sauce ago-
biados ramoneaban sacudiendo sus testas
filosóficas -¡oh, gran maestro Hugo!- unos
asnos; y cerca de ellos un buey, gordo, con
sus grandes ojos melancólicos y pensativos
donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis
supremos y desconocidos, mascaba despacio-
so y con cierta pereza la pastura. Sobre todo,
flotaba un vaho cálido, y el grato olor cam-
pestre de las yerbas pisadas. Veíase en lo
profundo un trozo de azul. Un huaso robusto,
uno de esos fuertes campesinos, toscos hér-
cules que detienen un toro, apareció de pron-
to en lo más alto de los barrancos. Tenía tras
de sí el vasto cielo. Las piernas, todas múscu-
los, las llevaba desnudas. En uno de sus bra-
zos traía una cuerda gruesa y arrollada. So-
bre su cabeza, como un gorro de nutria, sus y bañaba de claridad áurea y perlada un re-
codo de camino. Allí unos cuantos sauces
inclinaban sus cabelleras hasta rozar el cés-
ped. En el fondo se divisaban altos barrancos
y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos
brillantes como vidrios. Bajo los sauce ago-
biados ramoneaban sacudiendo sus testas
filosóficas -¡oh, gran maestro Hugo!- unos
asnos; y cerca de ellos un buey, gordo, con
sus grandes ojos melancólicos y pensativos
donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis
supremos y desconocidos, mascaba despacio-
so y con cierta pereza la pastura. Sobre todo,
flotaba un vaho cálido, y el grato olor cam-
pestre de las yerbas pisadas. Veíase en lo
profundo un trozo de azul. Un huaso robusto,
uno de esos fuertes campesinos, toscos hér-
cules que detienen un toro, apareció de pron-
to en lo más alto de los barrancos. Tenía tras
de sí el vasto cielo. Las piernas, todas múscu-
los, las llevaba desnudas. En uno de sus bra-
zos traía una cuerda gruesa y arrollada. So-
cabellos enmarañados, tupidos, salvages.
Llegose al buey en seguida y le echó el
lazo a los cuernos. Cerca de él. Un perro con
la lengua de fuera, acezando, movía el rabo y
daba brincos.
-¡Bien! -dijo Ricardo.
Y pasó.
Rubén Darío
No hay comentarios:
Publicar un comentario