II Un retrato de watteau

    Estáis en los misterios de un tocador. Es-
táis viendo ese brazo de ninfa, esas manos
diminutas que empolvan el haz de rizos ru-
bios de la cabellera espléndida. La araña de
luces opacas derrama la languidez de su gi-
rándula por todo el recinto. Y he aquí que al
volverse ese rostro, soñamos en los buenos
tiempos pasados. Una marquesa, contempo-
ránea de madama de Maintenon, solitaria en
su gabinete, da las últimas manos a su toca-
do.
 
    Todo está correcto, los cabellos que tienen
todo el Oriente en sus hebras, empolvados y
crespos, el cuello del corpiño, ancho y en
forma de corazón, hasta dejar ver principio
del seno firme y pulido; las mangas abiertas
que muestran blancuras incitantes; el talle
ceñido, que se balancea, y el rico faldellín de
largos vuelos, y el pie pequeño en el zapato
de tacones rojos.

    Mirad las pupilas azules y húmedas, la bo-
ca de dibujo maravilloso, con una sonrisa
enigmática de esfinge, quizá en recuerdo del
amor galante, del madrigal recitado junto al
tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del
beso a furto, tras la estatua de algún silvano,
en la penumbra.

    Vese la dama de pies a cabeza, entre dos
grandes espejos; calcula el efecto de la mira-
da, del andar, de la sonrisa, del vello casi
impalpable que agitará el viento de la danza
en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa, y
suspira, y flota aquel suspiro en ese aire im-

pregnado de aroma femenino que hay en un
tocador de mujer.

    Entretanto la contempla con sus ojos de
mármol una Diana que se alza irresistible y
desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia
un sátiro de bronce que sostiene entre los
pámpanos de su cabeza un candelabro; y en
el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua
perfumada, le tiende los brazos y los pechos
una sirena con la cola corva y brillante de
escamas argentinas, mientras en el plafond
en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y
azulado sobre el lomo de un toro robusto y
divino, la bella Europa, entre delfines áureos
y tritones corpulentos que sobre el vasto rui-
do de las ondas, hacen vibrar el ronco estré-
pito de sus resonantes caracoles.

    La hermosa está satisfecha; ya pone perlas
en la garganta y calza las manos en seda, ya
rápida se dirige a la puerta donde el carruaje
espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa
y gentil, a esa aristocrática santiaguesa que 
se dirige a un baile de fantasía de manera
que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles. 

Rubén Darío

No hay comentarios:

Publicar un comentario