XVII Las guerras

Más tarde al Reloj de granito
llegó una llama incendiaria.
Almagros y Pizarros y Valverdes,
Castillos y Urías y Beltranes
se apuñaleaban repartiéndose
las traiciones adquiridas,
se robaban la mujer y el oro, 
disputaban la dinastía.
Se ahorcaban en los corrales,
se desgranaban en la plaza,
se colgaban en los Cabildos.
Caía el árbol del saqueo
entre estocadas y gangrena.

De aquel galope de Pizarros
en los linares territorios
nació un silencio estupefacto.

Todo estaba lleno de muerte
y sobre la agonía arrasada
de sus hijos desventurados,
en el territorio (roído
hasta los huesos por las ratas),
se sujetaban las entrañas
antes de matar y matarse.

Matarifes de cólera y horca,
centauros caídos al lodo
de la codicia, ídolos
quebrados por la luz del oro,
exterminasteis vuestra propia
estirpe de uñas sanguinarias
y junto a las rocas murales
del alto Cuzco coronado,
frente al sol de espigas más altas,
representasteis en el polvo
dorado del Inca, el teatro
de los infiernos imperiales:
la Rapiña de hocico verde,
la Lujuria aceitada en sangre,
la Codicia con uñas de oro,
la Traición, aviesa dentadura,
la Cruz como un reptil rapaz,
la Horca en un fondo de nieve,

y la Muerte fina como el aire

inmóvil en su armadura.

Pablo Neruda

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