Por la noche, sonando aún en sus oídos la
música del Odeón, y los parlamentos de As-
tol; de vuelta de las calles donde escuchara el
ruido de los coches y la triste melopea de los
tortilleros, aquel soñador se encontraba en su
mesa de trabajo, donde las cuartillas inmacu-
ladas estaban esperando las silvas y los sone-
tos de costumbre, a las mujeres de los ojos
ardientes.
música del Odeón, y los parlamentos de As-
tol; de vuelta de las calles donde escuchara el
ruido de los coches y la triste melopea de los
tortilleros, aquel soñador se encontraba en su
mesa de trabajo, donde las cuartillas inmacu-
ladas estaban esperando las silvas y los sone-
tos de costumbre, a las mujeres de los ojos
ardientes.
¡Uf!…
¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del
poeta lírico era una orgía de colores y de so-
nidos. Resonaban en las concavidades de
aquel cerebro martilleos de cíclopes, himnos
al son de tímpanos sonoros, fanfarrias bárba-
ras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir
de alas y estallar de besos, todo como en
ritmos locos y revueltos. Y los colores agru-
pados, estaban como pétalos de capullos dis-
tintos confundidos en una bandeja, o como la
endiablada mezcla de tintas que llena la pale-
ta de un pintor…
Además…
¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del
poeta lírico era una orgía de colores y de so-
nidos. Resonaban en las concavidades de
aquel cerebro martilleos de cíclopes, himnos
al son de tímpanos sonoros, fanfarrias bárba-
ras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir
de alas y estallar de besos, todo como en
ritmos locos y revueltos. Y los colores agru-
pados, estaban como pétalos de capullos dis-
tintos confundidos en una bandeja, o como la
endiablada mezcla de tintas que llena la pale-
ta de un pintor…
Además…
Rubén Darío
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