La Ninfa Cuento Parisiense

    En el castillo que últimamente acaba de
adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y en-
diablada que tanto ha dado que decir al mun-
do por sus extravagancias, nos hallábamos a
la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra
Aspasia, quien a la sazón se entretenía en
chupar como niña golosa, un terrón de azúcar
húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas.
Era la hora del chartreuse. Se veía en los
cristales de la mesa como una disolución de
piedras preciosas, y la luz de los candelabros
se descomponía en las copas medio vacías,
donde quedaba algo de la púrpura del borgo-
ña, del oro hirviente del champaña, de las
líquidas esmeraldas de la menta.

    Se hablaba con el entusiasmo de artistas
de buena pasta, tras una buena comida. É-
ramos todos artistas, quien más, quien me-
nos, y aún había un sabio obeso que ostenta-
ba en la albura de una pechera inmaculada,
el gran nudo de una corbata monstruosa.

    Alguien dijo: -¡Ah, sí, Fremiet!- Y de Fre-
miet se pasó a sus animales, a su cincel
maestro, a dos perros de bronce que, cerca
de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza,
y otro como mirando al cazador alzaba el
pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola
tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sa-
bio, que recitó en griego el epigrama de Ana-
creonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu
boyada, no sea que creyendo que respira la
vaca de Mirón, la quieras llevar contigo.

    Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con
una carcajada arjentina:

    -¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar
vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi
amante sería uno de esos velludos semi-
dioses. Os advierto que más que a los sátiros
adoro a los centauros; y que me dejaría robar 
por uno de esos monstruos robustos, sólo por
oír las quejas del engañado, que tocaría su
flauta lleno de tristeza.

    El sabio interrumpió:

    -¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipo-
centauros y las sirenas, han existido, como
las salamandras y el ave Fénix.

    Todos reímos; pero entre el coro de carca-
jadas, se oía irresistible, encantadora, la de
Lesbia, cuyo rostro encendido, de mujer her-
mosa, estaba como resplandeciente de pla-
cer. 

    -Sí, -continuó el sabio:- ¿con qué derecho
negamos los modernos, hechos que afirman
los antiguos? El perro jigantesco que vio Ale-
jandro, alto como un hombre, es tan real,
como la araña Kraken que vive en el fondo de
los mares. San Antonio Abad, de edad de
noventa años fue en busca del viejo ermitaño
Pablo que vivía en una cueva. Lesbia, no te
rías. Iba el santo por el yermo, apoyado en
su báculo, sin saber dónde encontrar a quien
buscaba. A mucho andar, ¿sabéis quién le dio
las señas del camino que debía seguir? Un
centauro, medio hombre y medio caballo, -
dice un autor,- hablaba como enojado; huyó
tan velozmente que presto le perdió de vista
el santo; así iba galopando el monstruo, ca-
bellos al aire y vientre a tierra.

    En ese mismo viaje San Antonio vio un
sátiro «hombrecillo de estraña figura, estaba
junto a un arroyuelo, tenía las narices corvas,
frente áspera y arrugada, y la última parte de
su contrahecho cuerpo remataba con pies de
cabra».

    -¡Ni más ni menos -dijo Lesbia- M. de Co-
cureau, futuro miembro del Instituto!
 
    Siguió el sabio:

    -Afirma San Jerónimo que en tiempo de
Constantino Magno se condujo a Alejandría
un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo
cuando murió.

    Además, viole el emperador en Antioquía.

    Lesbia había vuelto a llenar su copa de
menta, y humedecía la lengua en el licor ver-
de como lo haría un animal felino.

    -Dice Alberto Magno que en su tiempo co-
gieron a dos sátiros en los montes de Sajo-
nia. Enrico Zormano asegura que en tierras
de Tartaria había hombres con sólo un pie, y
sólo un brazo en el pecho. Vincencio vio en su
época un monstruo que trajeron al rei de
Francia; tenía cabeza de perro; (Lesbia reía)
los muslos, brazos y manos tan sin vello co-
mo los nuestros; (Lesbia se ajitaba como una
chicuela a quien hiciesen cosquillas) comía
carne cocida y bebía vino con todas ganas. 
    -¡Colombine! -gritó Lesbia-. Y llegó Colom-
bine, una falderilla que parecía un copo de
algodón. Tomola su ama, y entre las explo-
siones de risa de todos:

    -¡Toma, el monstruo que tenía tu cara!

    Y le dio un beso en la boca, mientras el
animal se extremecía e inflaba las naricitas
como lleno de voluptuosidad.

    -Y Filegón Traliano -concluyó el sabio ele-
gantemente- afirma la existencia de dos cla-
ses de hipocentauros: una de ellas come ele-
fantes. Además…

    -Basta de sabiduría -dijo Lesbia. Y acabó
de beber la menta.

    Yo estaba feliz. No había desplegado mis
labios. -¡Oh -exclamé- para mí, las ninfas! Yo
desearía contemplar esas desnudeces de los
bosques y de las fuentes, aunque como Ac-

teón, fuese despedazado por los perros. Pero
las ninfas no existen.

    Concluyó aquel concierto alegre, con una
gran fuga de risas, y de personas.

    -Y ¡qué! -me dijo Lesbia, quemándome con
sus ojos de faunesa y con voz callada como
para que sólo yo la oyera- ¡las ninfas existen,
tú las verás!
     Era un día primaveral. Yo vagaba por el
parque del castillo, con el aire de un soñador
empedernido. Los gorriones chillaban sobre
las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos
que se defendían de los picotazos con sus
corazas de esmeralda, con sus petos de oro y
acero. En las rosas el carmín, el vermellón, la
onda penetrante de perfumes dulces; más
allá las violetas, en grandes grupos, con su 

color apacible y su olor a virjen. Después, los
altos árboles, los ramajes tupidos llenos de
mil abejeos, las estatuas en la penumbra, los
discóbolos de bronce, los gladiadores muscu-
losos en sus soberbias posturas gímnicas, las
glorietas perfumadas cubiertas de enredade-
ras, los pórticos, bellas imitaciones jónicas,
cariátides todas blancas y lascivas, y vigoro-
sos telamones del orden atlántico, con anchas
espaldas y muslos jigantescos. Vagaba por el
laberinto de tales encantos cuando oí un rui-
do, allá en lo oscuro de la arboleda, en el
estanque donde hai cisnes blancos como cin-
celados en alabastro y otros que tienen la
mitad del cuello del color del ébano, como
una pierna alba con media negra.

    Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh Numa! Yo
sentí lo que tú, cuando viste en su gruta por
primera vez a Egeria.

    Estaba en el centro del estanque, entre la
inquietud de los cisnes espantados, una ninfa,
una verdadera ninfa, que hundía su carne de 
rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de
espuma parecía a veces como dorada por la
luz opaca que alcanzaba a llegar por las bre-
chas de las hojas. ¡Ah! yo vi lirios, rosas, nie-
ve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí en-
tre el burbujeo sonoro de la linfa herida, co-
mo una risa burlesca y armoniosa, que me
encendía la sangre.

    De pronto huyó la visión, surgió la ninfa
del estanque, semejante a Citerea en su on-
da, y recogiendo sus cabellos que goteaban
brillantes, corrió por los rosales tras las lilas y
violetas, más allá de los tupidos arbolares,
hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, ai,
por un recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno
burlado, viendo a las grandes aves alabastri-
nas como mofándose de mí, tendiéndome sus
largos cuellos en cuyo estremo brillaba bruñi-
da el ágata de sus picos.

     Después, almorzábamos juntos aquellos
amigos de la noche pasada, entre todos,
triunfante, con su pechera y su gran corbata
oscura, el sabio obeso, futuro miembro del
Instituto.

    Y de repente, mientras todos charlaban de
la última obra de Fremiet en el salón, escla-
mó Lesbia con su alegre voz parisiense.

    -¡Té! como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto
ninfas!… -La contemplaron todos asombra-
dos, y ella me miraba, me miraba como una
gata, y se reía, se reía, como una chicuela a
quien se le hiciesen cosquillas.
 
Rubén Darío

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