El Rubí

    -¡Ah! ¡Con que es cierto! Con que ese sa-
bio parisiense ha logrado sacar del fondo de
sus retortas, de sus matraces, la púrpura
cristalina de que están incrustados los muros
de mi palacio! Y al decir esto el pequeño
gnomo iba y venía, de un lugar a otro, a cor-
tos saltos, por la honda cueva que le servía
de morada; y hacía temblar su larga barba y
el cascabel de su gorro azul y puntiagudo.

    En efecto, un amigo del centenario Chev-
reul -cuasi Althotas-, el químico Fremy, aca-
baba de descubrir la manera de hacer rubíes
y zafiros.

    Agitado, conmovido, el gnomo -que era
sabidor y de genio harto vivaz- seguía mono-
logando.

    -¡Ah, sabios de la edad media! ¡Ah Alberto
el Grande, Averroes, Raimundo Lulio! Voso-
tros no pudisteis ver brillar el gran sol de la
piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar las
fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y ni-
gromancia, llega un hombre del siglo décimo
nono a formar a la luz del día lo que nosotros
fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues
el conjuro! fusión por veinte días, de una
mezcla de sílice y de aluminato de plomo:
coloración con bicromato de potasa, o con
óxido de cobalto. Palabras en verdad, que
parecen lengua diabólica.

    Risa.

    Luego se detuvo.
 
    El cuerpo del delito estaba ahí, en el centro
de la gruta, sobre una gran roca de oro; un
pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente,
como un grano de granda al sol.

    El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a
su cintura, y el eco resonó por las vastas 
concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel,
una algazara. Todos los gnomos habían llega-
do.

    Era la cueva ancha, y había en ella una
claridad extraña y blanca. Era la claridad de
los carbunclos que en el techo de piedra cen-
telleaban, incrustados, hundidos, apiñados,
en focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba
todo.

    A aquellos resplandores, podía verse la
maravillosa mansión en todo su esplendor. En
los muros, sobre pedazos de plata y oro, en-
tre venas de lapizlázuli, formaban caprichosos
dibujos, como los arabescos de una mezquita,
gran muchedumbre de piedras preciosas. Los
diamantes, blancos y limpios como gotas de
agua, emergían los iris de sus cristalizacio-
nes; cerca de calcedonias colgantes en esta-
lacticas, las esmeraldas esparcían sus res-
plandores verdes, y los zafiros, en amonto-
namientos raros, en ramilletes que pendían 
del cuarzo, semejaban grandes flores azules
y temblorosas.

    Los topacios dorados, las amatistas, cir-
cundaban en franjas el recinto; y en el pavi-
mento, cuajado de ópalos, sobre la pulida
crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en
trecho un hilo de agua, que caía con una dul-
zura musical, a gotas armónicas, como las de
una flauta metálica soplada mui levemente.

    Puck se había entrometido en el asunto,
¡el pícaro Puck! Él había llevado el cuerpo del
delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí,
sobre la roca de oro, como una profanación
entre el centelleo de todo aquel encanto.

    Cuando los gnomos estuvieron juntos,
unos con sus martillos y cortas hachas en las
manos, otros de gala, con caperuzas flaman-
tes y encarnadas, llenas de pedrería, todos
curiosos, Puck dijo así:
 
-Me habéis pedido que os trajese una
muestra de la nueva falsificación humana, y
he satisfecho esos deseos.

    Los gnomos, sentados a la turca, se tira-
ban de los bigotes; daban las gracias a Puck,
con una pausada inclinación de cabeza; y los
más cercanos a él examinaban con gesto de
asombro, las lindas alas, semejantes a las de
un hipsipilo.

    Continuó:

    -¡Oh Tierra! ¡Oh mujer! Desde el tiempo
en que veía a Titania no he sido sino un es-
clavo de la una, un adorador casi místico de
la otra.

    Y luego, como si hablase en el placer de un
sueño:

    -¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París,
volando invisible, los vi por todas partes. Bri-
llaban en los collares de las cortesanas, en las 
condecoraciones exóticas de los rastquers, en
los anillos de los príncipes italianos y en los
brazaletes de las primadonas.

    Y con pícara sonrisa siempre:

    -Yo me colé hasta cierto gabinete rosado
mui en boga… Había una hermosa mujer
dormida. Del cuellos le arranqué un medallón
y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.

    Todos soltaron la carcajada. ¡Qué casca-
belco!

    -¡Eh, amigo Puck!

    ¡ Y dieron su opinión después, acerca de
aquella piedra falsa, obra de hombre o de
sabio, que es peor!

    -¡Vidrio!

    -¡Maleficio!
 
    -¡Ponzoña y cábala!

    -¡Química!

    -Pretender imitar un fragmento del iris!

    -El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!

    -Hecho de rayos del poniente solidificados!

    El gnomo más viejo, andando con sus
piernas torcidas, su gran barba nevada, su
aspecto de patriarca hecho pasa, su cara lle-
na de arrugas:

    -¡Señores! -dijo- ¡que no sabéis lo que
habláis!

    Todos escucharon.

    -Yo, yo que soy el más viejo de vosotros,
puesto que apenas sirvo ya para martillar las
facetas de los diamantes; yo, que he visto
formarse estos hondos alcázares; que he cin-
celado los huesos de la tierra, que he amasa-
do el oro, que he dado un día un puñetazo a
un muro de piedra, y caí a un lago donde
violé a una ninfa; yo el viejo, os referiré de
cómo se hizo el rubí.

    Oíd. 

    Puck sonreía curioso. Todos los gnomos
rodearon al anciano cuyas canas palidecían a
los resplandores de la pedrería, y cuyas ma-
nos estendían su movible sombra en los mu-
ros, cubiertos de piedras preciosas, como un
lienzo lleno de miel donde se arrojasen gra-
nos de arroz.

    -Un día, nosotros, los escuadrones que
tenemos a nuestro cargo las minas de di-
amantes, tuvimos una huelga que conmovió
toda la tierra, y salimos en fuga por los cráte-
res de los volcanes.

    El mundo estaba alegre, todo era vigor y
juventud; y las rosas, y las hojas verdes y
frescas, y los pájaros en cuyos buches entra
el grano y brota el gorgeo, y el campo todo,
saludaban al sol y a la primavera fragante.

    Estaba el monte armónico y florido, lleno
de trinos y de abejas; era una grande y santa
nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la
savia ardía profundamente, y en el animal
todo era estremecimiento o balido o cántico,
y en el gnomo había risa y placer.

    Yo había salido por un cráter apagado.
Ante mis ojos había un campo extenso. De un
salto me puse sobre un gran árbol, una enci-
na añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé
cerca de un arroyo, un río pequeño y claro
donde las aguas charlaban diciéndose bromas
cristalinas. Yo tenía sed. Quise beber ahí…
Ahora, oíd mejor. 

    Brazos, espaldas, senos desnudos, azuce-
nas, rosas, panecillos de marfil coronados de
cerezas; ecos de risa áureas, festivas; y allá,
entre las espumas, entre las linfas rotas, bajo
las verdes ramas…

    -¿Ninfas?

    -No, mujeres.

     -Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una
patada en el suelo, abría la arena negra y
llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos,
gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!

    Bajo los retoños de unos helechos nuevos
me escurrí, sobre unas piedras deslavadas
por la corriente espumosa y parlante; y a
ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la
cintura, con este brazo antes tan musculoso; 
gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba
quedó el asombro; abajo el gnomo soberbio y
vencedor.

    Un día yo martillaba un trozo de diamantes
inmenso que brillaba como un astro y que al
golpe de mi maza se hacía pedazos.

    El pavimento de mi taller se asemejaba a
los restos de un sol hecho trizas. La mujer
amada descansaba a un lado, rosa de carne
entre maceteros de zafir, emperatriz del oro,
en un lecho de cristal de roca, toda desnuda
y espléndida como una diosa.

    Pero en el fondo de mis dominios, mi re-
ina, mi querida, mi bella, me engañaba.
Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo
penetra todo y es capaz de traspasar la tie-
rra.

    Ella amaba a un hombre, y desde su pri-
sión le enviaba sus suspiros. Estos pasaban
los poros de la corteza terrestre y llegaban a 
él; y él, amándola también, besaba las rosas
de cierto jardín; y ella, la enamorada, tenía -
yo lo notaba- convulsiones súbitas en que
estiraba sus labios rosados y frescos como
pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se
sentían? Con ser quien soy, no lo sé.

    Había acabado yo mi trabajo; un gran
montón de diamantes hechos en un día; la
tierra abría sus grietas de granito como labios
con sed, esperando el brillante despedaza-
miento del rico cristal. Al fin de la faena, can-
sado, di un martillazo que rompió una roca y
me dormí.

    Desperté al rato al oír algo como un gemi-
do.

    De su lecho, de su mansión más luminosa
y rica que las de todas las reinas de Oriente, 
había volado fugitiva, desesperada, la amada
mía, la mujer robada. ¡Ay! y queriendo huir
por el agujero abierto por mi masa de grani-
to, desnuda y bella, destrozó su cuerpo blan-
co y suave como de azahar y mármol y rosa,
en los filos de los diamantes rotos. Heridos
sus costados, chorreaba la sangre; los queji-
dos eran conmovedores hasta las lágrimas.
¡Oh, dolor!

    Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di
mis besos más ardientes; mas la sangre co-
rría inundando el recinto, y la gran masa
diamantina, se teñía de grana.

    Me pareció que sentía, al darla un beso, un
perfume salido de aquella boca encendida; el
alma el cuerpo quedó inerte.

    Cuando el gran patriarca nuestro, el cen-
tenario semi-dios de las entrañas terrestres
pasó por allí, encontró aquella muchedumbre
de diamantes rojos… 

    Pausa.

    -¿Habéis comprendido?

    Los gnomos mui graves se levantaron.
Examinaron más de cerca la piedra falsa,
hechura del sabio.

    -¡Mirad, no tiene facetas!

    -¡Brilla pálidamente!

    -¡Impostura!

    -¡Es redonda como la coraza de un escara-
bajo!

    Y en ronda, uno por aquí, otro por allá,
fueron a arrancar de los muros pedazos de
arabesco, rubíes grandes como una naranja, 
rojos y chispeantes como un diamante hecho
sangre; y decían: -¡He aquí! ¡He aquí lo nues-
tro, oh madre Tierra!

    Aquella era una orgía de brillo y de color.

    Y lanzaban al aire las gigantescas piedras
luminosas y reían.

    De pronto, con toda la dignidad de un
gnomo:

    -¡Y bien! el desprecio.

    Se comprendieron todos. Tomaron el rubí
falso, lo despedazaron y arrojaron los frag-
mentos, -con desdén terrible- a un hoyo que
abajo daba a una antiquísima selva carboni-
zada.

    Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópa-
los, entre aquellas paredes resplandecientes,
empezaron a bailar asidos de las manos una
farandola loca y sonora. 

    ¡Y celebraban con risas, el verse grandes
en la sombra! 

    Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del
alba recién nacida, camino de una pradera en
flor. Y murmuraba -siempre con su sonrisa
sonrosada!- Tierra… Mujer… ¡Por qué tú, oh
madre Tierra! eres grande, fecunda, de seno
inextinguible y sacro; y de tu vientre moreno
brota la savia de los troncos robustos, y el
oro y el agua diamantina, y la casta flor de
lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú
Mujer! eres -espíritu y carne- toda Amor.
 
Rubén Darío

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