Te busco

Te busco a ti en los demás
Más de ti nada logro encontrar,
Tu mirada profunda no la puedo olvidar
Porque tu desnudaste mi alma
de manera que no consigo explicar.

Podria

Podría llenar
Muchas muchas páginas
Y podría poner esas páginas
En muchos muchos libros
Y podría poner esos libros
En muchas muchas bibliotecas
Y todavía
No podría expresar
Los sentidos que tengo para ti

Anagkh

    Y dijo la paloma: 
    -Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo, 
    en el árbol en flor, junto a la poma 
    llena de miel, junto al retoño suave 
    y húmedo por las gotas del rocío, 
    tengo mi hogar. Y vuelo 
    con mis anhelos de ave, 
    del amado árbol mío 
    hasta el bosque lejano, 
    cuando, al himno jocundo 
    del despertar de Oriente,  
    sale el alba desnuda, y muestra al mundo 
    el pudor de la luz sobre su frente. 
    Mi ala es blanca y sedosa. 
    La luz la dora y baña, 
    y céfiro la peina. 
    Son mis pies como pétalos de rosa. 
    Yo soy la dulce reina 
    que arrulla a su palomo en la montaña. 
    En el fondo del bosque pintoresco 
    está el alerce en que formé mi nido: 
    y tengo allí, bajo el follaje fresco 
    un polluelo sin par, recién nacido. 
    Soy la promesa alada, 
    el juramento vivo; 
    soy quien lleva el recuerdo de la amada 
    para el enamorado pensativo. 
    Yo soy la mensagera 
    de los tristes y ardientes sonadores, 
    que va a revolotear diciendo amores 
    junto a una perfumada cabellera. 
    Soy el lirio del viento. 
    Bajo el azul del hondo firmamento 
    muestro de mi tesoro bello y rico, 
    las preseas y galas: 
    el arrullo en el pico, 
    la caricia en las alas. 
   
   Yo despierto a los pájaros parleros 
    y entonan sus melódicos cantares; 
    me poso en los floridos limoneros 
    y derramo una lluvia de azahares. 
    Yo soy toda inocente, toda pura. 
    Yo me esponjo en las ansias del deseo, 
    y me extremezco en la íntima ternura 
    de un roce, de un rumor, de un aleteo. 
    ¡Oh inmenso azul! Yo te amo. Porque a
     Flora 
    das la lluvia y el sol siempre encendido; 
    porque siendo el palacio de la aurora 
    también eres el techo de mi nido. 
    ¡Oh inmenso azul! Yo adoro 
    tus celajes risueños, 
    y esa niebla sutil de polvo de oro 
    donde van los perfumes y los sueños. 
    Amo los velos tenues, vagorosos, 
    de las flotantes brumas, 
    donde tiendo a los aires cariñosos 
    el sedeño abanico de mis plumas. 
    ¡Soy feliz! Porque es mía la floresta,  
    donde el misterio de los nidos se halla; 
    porque el alba es mi fiesta 
    y el amor mi ejercicio y mi batalla. 
    Feliz, porque de dulces ansias llena 
    calentar mis polluelos es mi orgullo; 
    porque en las selvas vírgenes resuena 
    la música celeste de mi arrullo. 
    Porque no hay una rosa que no me ame 
    ni pájaro gentil que no me escuche, 
    ni garrido cantor que no me llame. 
    -¿Si? Dijo entonces un gavilán infame. 
    Y con furor se la metió en la buche. 
    Entonces el buen Dios allá en su trono, 
    -mientras Satán, para distraer su encono 
    aplaudía aquel pájaro zahareño,- 
    se puso a meditar. 
    Arrugó el ceño, 
    y pensó al contemplar sus vastos planes 
    y al recorrer sus puntos y sus comas, 
    que cuando creó palomas 
    no debía haber creado gavilanes. 

 Rubén Darío

Pensamiento de otoño De Armand Silvestre

    Huye el año a su término 
    como arroyo que pasa, 
    llevando del poniente 
    luz fugitiva y pálida. 
    Y así como el del pájaro 
    que triste tiende el ala, 
    el vuelo del recuerdo 
    que al espacio se lanza  
    languidece en lo inmenso 
    del azul por do vaga. 
    Huye el año a su término 
    como arroyo que pasa. 
    
    Un algo de alma aún yerra 
    por lo cálices muertos 
    de las tardas volúbilis 
    y los rosales trémulos. 
    Y, de luces lejanas 
    al hondo firmamento, 
    en las alas del perfume 
    aun se remonta un sueño. 
    Un algo de alma aún yerra 
    por los cálices muertos. 
    
    Canción de despedida 
    fingen las fuentes túrbidas. 
    Si te place, amor mío, 
    volvamos a la ruta 
    que allá en la primavera 
    ambos, las mano juntas, 
    seguimos embriagados 
    de amor y de ternura 
   por los gratos senderos 
   de sus ramas columpian 
   olientes avenidas 
   que las flores perfuman. 
   Canción de despedida 
   fingen las fuentes túrbidas. 
   
   Un cántico de amores 
   brota mi pecho ardiente 
   que eterno abril fecundo 
   de juventud florece. 
   ¡Que mueran en buen hora 
   los bellos días! Llegue 
   otra vez el invierno; 
   renazca áspero y fuerte. 
   Del viento entre el quejido 
   cual mágico himno alegre 
   un cántico de amores 
   brota mi pecho ardiente. 
     
   Un cántico de amores 
   a tu sacra beldad, 
   mujer, eterno estío, 
   ¡primavera inmortal!  
    Hermana del ígneo astro 
    que por la inmensidad 
    en toda estación vierte 
    fecundo, sin cesar, 
    de su luz esplendente 
    el dorado raudal. 
    Un cántico de amores 
    a tu sacra beldad, 
    mujer, ¡eterno estío!, 
    ¡primavera inmortal!
 

Rubén Darío
 

Invernal

   Noche. Este viento vagabundo lleva
   las alas entumidas 
   y heladas. El gran Andes 
   yergue al inmenso azul su blanca cima. 
   La nieve cae en copos,
   sus rosas trasparentes cristaliza; 
   en la ciudad, los delicados hombros 
   y gargantas se abrigan; 
   ruedan y van los coches, 
   suenan alegres pianos, el gas brilla; 
   y, si no hay un fogón que le caliente, 
   el que es pobre tirita. 
   
   Yo estoy con mis radiantes ilusiones 
   y mis nostalgias íntimas, 
   junto a la chimenea 
   bien harta de tizones que crepitan. 
   Y me pongo a pensar: 
   ¡Oh! ¡Si estuviese 
   ella, la de mis ansias infinitas, 
   la de mis sueños locos, 
   y mis azules noches pensativas! 
   ¿Cómo? Mirad: 
   De la apacibles estancia 
   en la extensión tranquila, 
    vertería la lámpara reflejos 
    de luces opalinas. 
    Dentro, el amor que abrasa; 
    fuera, la noche fría, 
    el golpe de la lluvia en los cristales, 
    y el vendedor que grita 
    su monótona y triste melopea 
    a las glaciales brisas; 
    dentro, la ronda de mis mil delirios, 
    las canciones de notas cristalinas, 
    unas manos que toquen mis cabellos, 
    un aliento que roce mis mejillas, 
    un perfume de amor, mil conmociones, 
    mil ardientes caricias; 
    ella y yo; los dos juntos, los dos solos; 
    la amada y el amado, ¡oh Poesía!, 
    los besos de sus labios, 
    la música triunfante de mis rimas, 
    y en la negra y cercana chimenea 
    el tueco brillador que estalla en chispas. 
    
    ¡Oh! ¡Bien haya el brasero 
    lleno de pedrería! 
    Topacios y carbunclos,

    rubíes y amatistas 
    en la ancha copa etrusca 
    repleta de ceniza. 
    Los lechos abrigados, 
    las almohadas mullidas, 
    las pieles de Astrakán, ¡los besos cálidos 
    que dan las bocas húmedas y tibias! 
    ¡Oh, viejo Invierno, salve! 
    Puesto que traes con las nieves frígidas 
    el amor embriagante 
    y el vino del placer en tu mochila. 
    
    Sí, estaría a mi lado, 
    dándome sus sonrisas, 
    ella, la que hace falta a mis estrofas, 
    ésa que mi cerebro se imagina; 
    la que, si estoi en sueños, 
    se acerca y me visita; 
    ella que, hermosa, tiene 
    una carne ideal, grandes pupilas, 
    algo del mármol, blanca luz de estrella: 
    nerviosas, sensitiva, 
    muestra el cuello gentil y delicado 
    de las Hebes antiguas, 
    bellos gestos de diosa, 
    tersos brazos de ninfa, 
    lustrosa cabellera 
    en la nuca encrespada y recogida, 
    y ojeras que denuncian 
    ansias profundas y pasiones vivas. 

    ¡Ah, por verla encarnada, 
    por gozar sus caricias, 
    por sentir en mis labios 
    los besos de su amor, diera la vida! 
    Entre tanto hace frío. 
    Yo contemplo las llamas que se agitan, 
    cantando alegres con sus lenguas de oro
    móviles, caprichosas e intranquilas, 
    en la negra y cercana chimenea 
    do el tuero brillador estalla en chispas. 
    
    Luego pienso en el coro 
    de las alegres liras, 
    en la copa labrada el vino negro, 
    la copa hirviente cuyos bordes brillan 
    con iris temblorosos y cambiantes 
    como un collar de prismas; 
    el vino negro que la sangre enciende  
    y pone el corazón con alegría, 
    y hace escribir a los poetas locos 
    sonetos áureos y flamantes silvas. 
    El Invierno es beodo. 
    Cuando soplan sus brisas, 
    brotan las viejas cubas 
    la sangre de las viñas. 
    Sí, yo pintara su cabeza cana 
    con corona de pámpanos guarnida. 
    El Invierno es galeoto, 
    porque en las noches frías 
    Paolo besa a Francesca 
    en la boca encendida, 
    mientras su sangre como fuego corre 
    y el corazón ardiendo le palpita. 
    ¡Oh, crudo Invierno, salve! 
    ¡Puesto que traes con las nieves frígidas

    el amor embriagante 
    y el vino del placer en tu mochila! 
    
    Ardor adolescente, 
    miradas y caricias; 
    ¡cómo estaría trémula en mis brazos 
    la dulce amada mía, 
    dándome con sus ojos luz sagrada, 
    con su aroma de flor, sabia divina! 
    En la alcoba la lámpara 
    derramando sus luces opalinas; 
    oyéndose tan sólo 
    suspiros, ecos, risas, 
    el ruido de los besos, 
    la música triunfante de mis rimas 
    y en la negra y cercana chimenea 
    el tuero brillador que estalla chispas. 
    ¡Dentro, el amor que abrasa; 
    fuera, la noche fría! 

Rubén Darío
 

Autumnal Eros, vita, lumen

    En las pálidas tardes 
    yerran nubes tranquilas 
    en el azul; en las ardientes manos 
    se posan las cabezas pensativas. 
    ¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños! 
    ¡Ah las tristezas íntimas! 
    ¡Ah el polvo de oro que en el aire flota, 
    tras cuyas ondas trémulas se miran 
    los ojos tiernos y húmedos, 
    las bocas inundadas de sonrisas, 
    las crespas cabelleras 
    y los dedos de rosa que acarician! 
    
    En las pálidas tardes 
    me cuenta un hada amiga 
    las historias secretas 
    llenas de poesía; 
    lo que cantan los pájaros, 
    lo que llevan las brisas, 
    lo que vaga en las nieblas, 
    lo que sueñan las niñas. 
  
    Una vez sentí el ansia 
    de una sed infinita. 
    Dije al hada amorosa: 
    -Quiero en el alma mía 
    tener la inspiración honda, profunda,
    inmensa: luz, calor, aroma, vida. 
    Ella me dijo: -¡Ven! Con el acento 
    con que hablaría un arpa. En él había 
    un divino idioma de esperanza. 
    ¡Oh sed del ideal! 
   
    Sobre la cima 
    de un monte, a media noche, 
    me mostró las estrellas encendidas. 
    Era un jardín de oro 
    con pétalos de llama que titilan. 
    Exclamé: -¡Más!… 
    
    La aurora 
    vino después. La aurora sonreía, 
    con la luz en la frente, 
    como la joven tímida   
    que abre la reja, y la sorprenden luego 
    ciertas curiosas, mágicas pupilas. 
    Y dije: -¡Más!… Sonriendo 
    la celeste hada amiga 
    prorrumpió: -¡Y bien!… ¡Las flores! 
   
    Y las flores 
    estaban frescas, lindas, 
    empapadas de olor: la rosa virgen, 
    la blanca margarita, 
    la azucena gentil, y las volúbilis
    que cuelgan de la rama extremecida. 
    Y dije: -¡Más!…  

    El viento 
    arrastraba rumores, ecos, risas, 
    murmullos misteriosos, aleteos,
    músicas nunca oídas. 
    El hada entonces me llevó hasta el velo 
    que nos cubre las ansias infinitas, 
    la inspiración profunda, 
    y el alma de las liras. 
    Y lo rasgó. ¡Y allí todo era aurora! 
    En el fondo se vía 
    un bello rostro de mujer. 
 
    ¡Oh, nunca 
    Piérides, diréis las sacras dichas
    que en el alma sintiera! 
    Con su vaga sonrisa: 
    -¿Más?… dijo el hada. Y yo tenía entonces 
    clavadas las pupilas 
    en el azul; y en mis ardientes manos 
    se posó mi cabeza pensativa… 
     
Rubén Darío

Estival

    La tigre de Bengala, 
    con su lustrosa piel manchada a trechos, 
    está alegre y gentil, está de gala. 
    Salta de los repechos 
    de un ribazo, al tupido
    carrizal de un bambú; luego, a la roca 
    que se yergue a la entrada de su gruta. 
    Allí lanza un rugido, 
    se agita como loca 
    y eriza de placer su piel hirsuta.
    
    La fiera virgen ama. 
    Es el mes del ardor. Parece el suelo 
    rescoldo; y en el cielo 
    el sol, inmensa llama. 
    Por el ramaje oscuro 
    salta huyendo el kanguro. 
    El boa se infla, duerme, se calienta 
    a la tórrida lumbre; 
    el pájaro se sienta 
    a reposar sobre la verde cumbre. 
  
    Siéntense vahos de horno; 
    y la selva africana 
    en alas del bochorno, 
    laza, bajo el sereno 
    cielo, un soplo de sí. La tigre ufana   
    respira a pulmón lleno, 
    y al verse hermosa, altiva, soberana, 
    le late el corazón, se le hincha el seno. 
  
    Contempla su gran zarpa, en ella la uña 
    de marfil; luego toca 
    al filo de una roca, 
    y prueba, y lo rasguña. 
    Mírase luego el flanco 
    que azota con el rabo puntiagudo 
    de color negro y blanco,
    y móvil y felpudo; 
    luego el vientre. En seguida 
    abre las anchas fauces, altanera 
    como reina que exige vasallaje; 
    después husmea, busca, va. La fiera 
    exhala algo a manera 
    de un suspiro salvaje. 
    Un rugido callado 
    escuchó. Con presteza 
    volvió la vista de uno y otro lado.
    Y chispeó su ojo verde y dilatado, 
    cuando miró de un tigre la cabeza 
    surgir sobre la cima de un collado. 
    El tigre se acercaba. 
    
    Era muy bello. 
    Gigantesca la talla, el pelo fino, 
    apretado el hijar, robusto el cuello, 
    era un don Juan felino 
    en el bosque. Anda a trancos 
    callados; ve a la tigre inquieta, sola, 
    y le muestra los blancos 
    dientes, y luego arbola 
    con donaire la cola. 
    Al caminar se vía 
    su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.   
    Se miraban los músculos hinchados 
    debajo de la piel. Y se diría 
    ser aquella alimaña 
    un rudo gladiador de la montaña. 
    Los pelos erizados  
    del labio relamía. Cuando andaba, 
    con su peso chafaba 
    la yerba verde y muelle; 
    y el ruido de su aliento semejaba 
    el resollar de un fuelle. 
    Él es, él es el rey. Cetro de oro 
    no, sino la ancha garra 
    que se hinca recia en el testuz del toro 
    y las carnes desgarra. 
    La negra águila enorme, de pupilas
    de fuego y corvo pico relumbrante, 
    tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas 
   aguas el gran caimán; el elefante 
   la cañada y la estepa; 
   la víbora, los juncos por do trepa;
   y su caliente nido 
   del árbol suspendido, 
   el ave dulce y tierna 
   que ama la primer luz. 
   Él, la caverna. 
 
   No envidia al león la crin, ni al potro rudo 
   el casco, ni al membrado 
   hipopótamo el lomo corpulento, 
   quien bajo los ramajes del copudo 
   baobab, ruge al viento.  
   
   Así va el orgulloso, llega, halaga; 
   corresponde la tigre que le espera, 
   y con caricias las caricias paga 
   en su salvaje ardor, la carnicera. 
  
   Después, el misterioso
   tacto, las impulsivas 
   fuerzas que arrastran con poder pasmoso; 
   y ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso 
    bajo las vastas selvas primitivas. 
    No el de las musas de las blandas horas,

    suaves, expresivas, 
    en las rientes auroras 
    y las azules noches pensativas; 
    sino el que todo enciende, anima, exalta, 
    polen, savia, calor, nervio, corteza, 
    y en torrente de vida brota y salta 
    del seno de la gran naturaleza. 
   
    El príncipe de Gales, va de caza 
    por bosques y por cerros, 
    con su gran servidumbre, y con sus perros

    de la más fina raza. 

    Acallando el tropel de los vasallos, 
    deteniendo trahíllas y caballos, 
    con la mirada inquieta, 
    contempla a los dos tigre, de la gruta 
    a la entrada. Requiere la escopeta, 
    y avanza, y no se inmuta. 
    Las fieras se acarician. No han oído 
    tropel de cazadores. 
    A esos terribles seres,   
    embriagados de amores, 
    con cadenas de flores 
    se les hubiera uncido 
    a la nevada concha de Citeres 
    o al carro de Cupido.

    El príncipe atrevido 
    adelanta, se acerca, y se para; 
    ya apunta y cierra un ojo; ya dispara; 
    ya del arma el estruendo 
    por el espeso bosque ha resonado. 
    El tigre sale huyendo, 
    y la hembra queda, el vientre desgarrado. 
 
    ¡Oh, va a morir!… Poco antes, débil, yerta, 
    chorreando sangre por la herida abierta, 
    con ojo dolorido, 
    miró a aquel cazador; lanzó un gemido 
    como un ¡ay! de mujer… y cayó muerta. 
    Aquel macho que huyó, bravo y zahareño, 
    a los rayos ardiente 
    del sol, en su cubil después dormía.
    Entonces tuvo un sueño: 
    que enterraba las garras y los dientes 
    en vientres sonrosados 
    y pechos de mujer; y que engullía 
    por postres delicados 
    de comidas y cenas, 
    -como tigre goloso entre golosos- 
    unas cuantas docenas 
    de niños tiernos, rubios y sabrosos. 
 
Rubén Darío